Es muy curiosa la sensación que se tiene después de haber estado en un lugar en el que, tiempo atrás, soñabas estar algún día. La nostalgia, en este caso, aparece antes de pisar sus suelos… Este sentimiento lleva conmigo desde que supe que un gran punto verde rivalizaba con el azul oleaje del Atlántico: hablo de “Erin”, la legendaria isla de Irlanda.

Dublín, capital de la República de Irlanda, asoma en este gran rostro de definida identidad que parece encarar a Gran Bretaña: la mayor parte de la cara al Este, bajo el nombre de “Leinster”; barbas y garganta al Sur, “Munster”; orejas y nuca al Oeste, “Connacht”; y “Ulster”, la a veces problemática cabeza, donde algo de estrés confluye, al Norte…

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Esta ciudad, que surge del verde de los prados, que bebe del Río Liffey y que suda cerveza pinta, atesora cultura en cada ladrillo de su anatomía. Bajo las plomizas nubes, las calles cantan música folk, dan cobijo a grandes genios de la literatura, y esconden a leprechauns sedientos de oro. Todo lo que uno ve y oye, lo que respira y saborea, lo alabaron druidas, juglares y caballeros de antaño. El turista, sin pensarlo, continúa la tradición de aquellos personajes de sangre gaélica… Es un honor formar parte, aunque sea por unos días, de un pedazo de tierra tan épico. Y es que Dublín auna en un laberinto de caminos todo lo esencial del espíritu irlandés: buenas leyendas, buenos libros, buenas canciones y buenas borracheras.

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Mi primera incursión en el corazón de la capital coincide con un día 16… Aunque es Septiembre y no Junio, decido recrear mi propio y poco ortodoxo “BLOOMSDAY”, una fiesta nacional en la que los dublineses rememoran el famoso día en que Leopold Bloom sale de su casa, en el Nº 7 de Eccles Street, para protagonizar sin saberlo una de las novelas más soberbias (y encriptadas) de la historia: el Ulises de James Joyce. ¿Qué tiene esa colosal obra, que divide al mundo lector en dos? Parodiando muy libremente la epopeya de Homero, su protagonista, esta vez un hombre normal, con una vida normal y durante un día normal, expone su odisea personal… Literatura común se atropella con narraciones cantadas, onomatopeyas, monólogos interiores e incluso variopintos datos científicos de escaso valor práctico e inmenso valor estético. Todo está tan libremente compuesto que tal libertad es digna de envidiarse. El poder de las letras, usado en plenitud para estimular las entrañas de los más valientes… Como buen defensor de esta locura literaria, comienzo mis andanzas en el James Joyce Centre, donde uno puede ver la mascara mortuoria del escritor o la puerta real del hogar del irreal Señor Bloom.

04.-James-Joyce-CentrePero Joyce no fue el único genio de las letras parido por Dublín: aquí abrieron los ojos a la vida autores como Jonathan Swift, el maestro de la sátira que engendró Los viajes de Gulliver, y que propuso, con un humor mordaz que no era de su siglo, comer pobres para paliar el hambre del mundo; o como Joseph Sheridan Le Fanu, el Poe europeo, creador de las más inesperadas historias de fantasmas que uno tema leer; como el incisivo Óscar Wilde, autor de El retrato de Dorian Gray o De Profundis –todo un réquiem de difuntos para alguien tan lleno de vida–. Y también en esta ciudad nació George Bernard Shaw, ganador de un Premio Nobel de Literatura y de un Óscar al mejor guión por Pigmalión; y William Butler Yeats, que poetizó como las mismas hadas; y Samuel Beckett, que escribiendo mientras estaba Esperando a Godot, dio un empujón definitivo al Teatro del Absurdo… Muy cerca de aquí, incluso, nació Bram Stoker, el hombre que nos hizo temblar con Drácula. Se diría que en Dublín, 5 de cada 4 humanos son escritores.

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O músicos. Hay melodías en las esquinas, en las paralelas y en las perpendiculares, en todos los puntos cardinales de cualquier calle. Cientos de bares, pubs y salas de conciertos lo atestiguan. Y si no, baste comprobar la partida de nacimiento de Sinéad O’Connor, U2, The Boomtown Rats, The Dubliners o Thin Lizzy –banda cuyo líder, Phil Lynott, saluda al paseante con sonrisa metálica y pose miguelangelesca, apoyado en su guitarra de bronce, en Harry Street–. Recomendados son lugares como The Cobblestone o The Celt, pubs donde, acompañado por una fresca Guinness bien tostada, uno puede deleitarse con buena música en vivo. Y si, pese a todo, sigue sin creerse lo que digo, haga el lector un experimento: tape los oídos al mundo de los vivos, y escuche pacientemente el de los muertos… ¿No lo oye? ¡Ahí está! Es el espíritu de Molly Malone, que sigue vendiendo marisco mientras canturrea su triste canción…

In Dublins fair city,

where the girls are so pretty…

16-The-Cobblestone

Entre canción y canción, entre cerveza y cerveza, Dublín ofrece la calidad suficiente como para emborracharse también con sus museos. Su inmejorable interés obliga a no poner los cuernos a uno con otro, sino a formar una especie de orgía cultural que ya habrá tiempo de perdonar después, descansando en el avión de regreso a casa. Y es que, tanto los óleos imperturbables de la National Gallery, como la cornamenta de los ciervos gigantes del Natural History Museum, o los tesoros milenarios del National Museum of Ireland, valen su peso en experiencia. Precisamente en este último puede uno asombrarse viendo al Hombre de Clonycavan o al Hombre de Oldcroghan –¡o lo que queda de ellos!–, que no tendrían nada de especial si no fuera porque ambos poseen casi 2500 años, y entre uno y otro aún conservan uñas, rostro y cabello… Al salir del lugar –por si aún nos pareciera poco–, a imagen y semejanza de este edificio, su reflejo arquitectónico sale a nuestro paso con toda la sabiduría de la isla: la National Library of Ireland. Igual mención merecen la Chester Beautty Library y la Dublin City Gallery The Hugh Lane, y aún más el Trinity College, que conserva, con una devoción monacal, el Libro de Kells, uno de los manuscritos medievales más importantes del mundo. Si fuese necesario digerir todo esto con más alcohol, se puede empezar el recorrido con las cervezas negras de la Guinness Storehouse, y acabar con los whiskeys de la Old Jameson Distillery –y seguramente por los suelos–.

12.-Natural-History-Museum23.-National-Museum-of-Ireland

Tampoco hay que olvidar que la República de Irlanda es tierra católica en una zona del mapa geográficamente protestante, y que aquí las iglesias y catedrales se alzan como emblemas de una orgullosa fe. La Catedral de Saint Patrick preside la religiosidad de los dublineses, compartida en parte con la Christ Church Cathedral, a cuyos pies, yacente en un banco, duerme su muerte una curiosa escultura: la de un Cristo de agujereados pies. Pero el Castillo de Dublín se interpone entre tanto beatismo para recordarnos que hubo una época en que aquí se alzaron grandes murallas, que no consiguieron impedir que el pueblo vikingo hiciera de la región el patio trasero de su casa. Paganismo y cristiandad se fundieron en una sola espiritualidad, y hoy día los irlandeses son convencidos fieles en las iglesias y divertidos bárbaros en los pubs.

36.-The-Celt-The-Shenanigans

El último recuerdo que nos llevamos de Dublín poco tiene, sin embargo, de espiritual, mucho menos de cultural, musical o literario –aunque la parte bárbara se mantiene–. Cerramos nuestro viaje con un aeropuerto más pendiente de la Final de la All-Ireland 2015 que de los aviones. Un partido de Fútbol Gaélico como el KERRY vs DUBLIN es capaz de cerrar cualquier libro de Joyce, de silenciar cualquier canción de The Dubliners, de colapsar todas las calles de Irlanda.

Pero las cervezas, eso sí, no dejarán de bailar en toda la noche.

Pablo Morales de los Ríos

13 de Febrero de 2016

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01.-DUBLIN-(Septiembre-2015)